No me mola nada esa doble moralidad que parece hay que llevar de complemento cada vez que se conoce a alguien, cada vez que se entra en un sitio, cada vez que se hace algo o cada vez que uno intenta mostrar lo que se es. Porque en eso de mostrar, todos somos expertos. Intentamos demostrar al mundo lo geniales, lo astutos y lo sabios que somos frente a los demás. ¿Y la parte mala? Nunca existió.
Odio cada vez que se meten en mi vida como hambrientos alrededor de una mesa llena de comida. Arrasan con todo lo que hay y luego se van sin apenas percatarse de que en el mundo hay otros tantos que tienen igual o más hambre que ellos. Hambre de llegar el primero en la carrera de fondo, hambre de un halago, de una mirada llena de deseo o hambre de dinero.
A mí me gusta ir a mi bola, no me meto en la vida de los demás porque lo más seguro es que no tenga ese derecho, y porque me duele que lo hagan con la mía, que más que de otros, es mía primero. Así que intento mimarla por si algún día se me escapa antes de tiempo, y llevarla a la espalda de la manera más fácil posible para mí. ¿Tan delito es eso?
A veces pienso que cualquier día de estos me van a detener por querer ser feliz y encima, hacerlo. Soy tan feliz cuando vivo tantísimo y como a mí me gusta que pierdo la noción del tiempo, del espacio, del ruido… Y me transformo, en alguien mejor, en alguien que se ríe, que dice cosas divertidas, que hace travesuras y que se cuela en cualquier sitio con tal de lograr una sonrisa más (suyas).

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