Aprobamos algunas relaciones de amor y otras no. Las infieles, las esporádicas, las intensas, las inconvenientes, las que no se consuman, o las amistosas, que no bautizamos de amor pero lo contienen; ésas ni tan siquiera a menudo las reconocemos. Por tanto, vivimos muchas relaciones de amor clandestinas, platónicas, frustradas, pervertidas e incluso descuidadas, despreciadas y desperdiciadas.
Mientras el matrimonio, con un amor patentado no por su materialidad, sino por su conveniencia social, se conserva y reproduce por pura imitación. Así, como contrayentes de esa denominación de destino, aprendemos a amar temiendo, siempre, que algo, a menudo la propia vida incontenible, lo estropee. De este modo, somos muchas las personas que confiamos en una única oportunidad en el amor. Gentes de una vida, que la recorremos, aunque esté astillada y nos desangre.
Sin embargo, otras personas por haber necesitado amar distinto y no caber en ese marco, ni en género ni en especificidad, gozamos de relaciones que no se denominan relación, ni pareja, ni nada y que sin embargo, por su correspondencia, lo son más que ninguna otra. Para ésos, nuestros vínculos, no hay balanza, ni trayectoria a simular: hay simple determinación.
Lo bueno en cualquier caso sería que sean cuales sean las relaciones de amor se mantengan y aprueben, sólo por lo que significan para las personas competidas por el mismo, sean cuántas y cómo sean y por cuánto tiempo sea. Y eso es lo que debería valernos. Pues sospechamos que el amor como la vida no puede contenerse; y nos damos cuenta que ningún amor es más verdad que otro siempre y cuando ame y duela para seguir viviendo y mientras queramos. Por eso, no debiéramos dar nunca más beneplácito a unos amores sobre otros, y entretanto podríamos dedicarnos a disfrutarlos; porque necesitamos prestarle muchísima atención al amor, del que no conocemos, ni aprovechamos, apenas nada.

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