Memories
Se me ha vuelto a olvidar. Tenía una historia fascinante montada en mi cabeza y ha sido volver a casa, encender el ordenador, agarrar el teclado y perder una a una las piezas.
A veces creo que carezco de memoria. Que tengo una memoria distinta al resto de las personas, una de esas a lo que la gente llama… memoria… "memoria pez". Bueno, tampoco creo que sea eso, creo que mi memoria recuerda sólo lo importante.
Y por eso tengo miedo a que las personas se marchen de mi vida y no me presten el tiempo suficiente para aprenderme sus siluetas.
Maldita memoria.
Así que nada. He llegado a casa, he agarrado un puñado de calorías de la nevera y he huido lo más rápido posible a mi habitación antes de escuchar a mamá escupiendo su sermón diario. Porque escuchar a mamá quejarse sobre todo lo que no has hecho y deberías de hacer y sobre todo lo que has hecho y no deberías de haber hecho, es lo peor que te puede pasar a las tres de la tarde. Y ya sé que no tengo una buena memoria, pero la repetición de toda esa bola de porquería diaria no me va a hacer más inteligente, ni mucho menos mejor hija.
Que tampoco es que sea mala hija. Soy del montón. Es sólo que no me gusta comer. Y bueno, que mi madre lo exagera todo demasiado. Ella vive como en una gran novela. He llegado a la conclusión de que se trata de una necesidad casi vital de convertirse en superheroína. Mi madre quiere salvar mi vida, porque, según ella, ya es tarde para salvar la suya. Y no se da cuenta de que yo no quiero salvarme. Yo quiero caer y caer, hasta reventarme el corazón contra la pared, y luego levantarme, y volver a caer. Quiero vivir. VIVIR. Con mayúsculas. Pero ella no lo entiende, y jamás lo entenderá. Está emperrada en salvar mi mundo, mi vida, mi día a día. Y luego se queja porque se mira al espejo y éste le devuelve una silueta anticuada. Entonces es cuando viene a mi habitación, toda enfadada, a contarme que a partir de ahora va a vivir su vida, y no va a estar pendiente más que de ella misma, y todo eso que las madres dicen de vez en cuando para autoconvencerse de que no hay más de donde sacar. Y yo le digo: - mamá, eso me llevas diciendo ya tres años. Y ella me dice: - ¿sí? Pues esta vez lo digo en serio. Y se va, cabreada, refunfuñando por el pasillo, como si las paredes pudieran oírle.
A veces creo que carezco de memoria. Que tengo una memoria distinta al resto de las personas, una de esas a lo que la gente llama… memoria… "memoria pez". Bueno, tampoco creo que sea eso, creo que mi memoria recuerda sólo lo importante.
Y por eso tengo miedo a que las personas se marchen de mi vida y no me presten el tiempo suficiente para aprenderme sus siluetas.
Maldita memoria.
Así que nada. He llegado a casa, he agarrado un puñado de calorías de la nevera y he huido lo más rápido posible a mi habitación antes de escuchar a mamá escupiendo su sermón diario. Porque escuchar a mamá quejarse sobre todo lo que no has hecho y deberías de hacer y sobre todo lo que has hecho y no deberías de haber hecho, es lo peor que te puede pasar a las tres de la tarde. Y ya sé que no tengo una buena memoria, pero la repetición de toda esa bola de porquería diaria no me va a hacer más inteligente, ni mucho menos mejor hija.
Que tampoco es que sea mala hija. Soy del montón. Es sólo que no me gusta comer. Y bueno, que mi madre lo exagera todo demasiado. Ella vive como en una gran novela. He llegado a la conclusión de que se trata de una necesidad casi vital de convertirse en superheroína. Mi madre quiere salvar mi vida, porque, según ella, ya es tarde para salvar la suya. Y no se da cuenta de que yo no quiero salvarme. Yo quiero caer y caer, hasta reventarme el corazón contra la pared, y luego levantarme, y volver a caer. Quiero vivir. VIVIR. Con mayúsculas. Pero ella no lo entiende, y jamás lo entenderá. Está emperrada en salvar mi mundo, mi vida, mi día a día. Y luego se queja porque se mira al espejo y éste le devuelve una silueta anticuada. Entonces es cuando viene a mi habitación, toda enfadada, a contarme que a partir de ahora va a vivir su vida, y no va a estar pendiente más que de ella misma, y todo eso que las madres dicen de vez en cuando para autoconvencerse de que no hay más de donde sacar. Y yo le digo: - mamá, eso me llevas diciendo ya tres años. Y ella me dice: - ¿sí? Pues esta vez lo digo en serio. Y se va, cabreada, refunfuñando por el pasillo, como si las paredes pudieran oírle.
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