Hacer equilibrio en el bordillo de la acera, romper el papel de los regalos, lamer la tapa de los yogures, mojar galletas de chocolate en leche caliente, comer nocilla con el dedo, dibujar figuras extrañas en un papel mientras hablas por teléfono, dormir cuando llueve, jugar a no pisar las líneas del suelo o sólo pisar las del mismo color, cuando me subía al carrito del super, ver que hay niños que hacen lo que tú hacías cuando eras pequeño, chupar una gominola hasta que desaparece, el olor a gasolina o el de los rotuladores permanentes, pisar hojas secas, hacer fotos a gente riéndose cuando quieren salir posando y tu les has hecho reír, el papel de las fotocopias cuando aún está caliente, el olor de los libros nuevos, tumbarme en la cama recién duchado con el albornoz puesto, pisar sólo la zona blanca de un paso de cebra, romper las hojas de los arboles en pedacitos cuando estás sentado en el césped o el día de antes de hacer un viaje.
Cierra o abre
Cuando una puerta se cierra, otra se abre. Nos lo graban a fuego desde pequeños y, quizás, de alguna manera es una sentencia sanadora; nos alimenta de esperanza, creyendo así que tras una despedida siempre viene algo mejor. Lo que ocurre muchas veces es que somos nosotros mismos quienes nos empeñamos en dejar la puerta entre abierta, con la llave a medio a echar, esperando a que se vuelva (o la vuelvan) a abrir de nuevo. A veces, son los otros quienes se empeñan en no cerrarla del todo, pero sin atreverse a abrirla de par en par, de cruzar el umbral y pasar a nuestro lado. Dejando abierta una puerta maltrecha, que ya no encaja como antaño; como si la manilla no terminara de funcionar del todo; como esas puertas que requieren de una destreza casi mágica para poder abrirlas sin quedarnos con el pomo en la mano. Siempre he sido de las que se niega a cerrar puertas, aún a sabiendas de que otras mejores se abrirán; aún a sabiendas de que hay ventanas, mucho más pequeñas y sencillas, p...
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