Hacer equilibrio en el bordillo de la acera, romper el papel de los regalos, lamer la tapa de los yogures, mojar galletas de chocolate en leche caliente, comer nocilla con el dedo, dibujar figuras extrañas en un papel mientras hablas por teléfono, dormir cuando llueve, jugar a no pisar las líneas del suelo o sólo pisar las del mismo color, cuando me subía al carrito del super, ver que hay niños que hacen lo que tú hacías cuando eras pequeño, chupar una gominola hasta que desaparece, el olor a gasolina o el de los rotuladores permanentes, pisar hojas secas, hacer fotos a gente riéndose cuando quieren salir posando y tu les has hecho reír, el papel de las fotocopias cuando aún está caliente, el olor de los libros nuevos, tumbarme en la cama recién duchado con el albornoz puesto, pisar sólo la zona blanca de un paso de cebra, romper las hojas de los arboles en pedacitos cuando estás sentado en el césped o el día de antes de hacer un viaje.
El día en el que el ginecólogo me dijo...
Hay que ver la de cosas que pueden hacer que una levante un señor complejo nuevo así, de la nada. Un día tienes mil complejos, al siguiente, de pronto, tienes mil uno. Yo, personalmente, llevo a la espalda una mochila enorme llena de las inseguridades que he ido acumulando a lo largo de los años. Y, aunque hay algunas que están íntimamente ligadas a mi carácter, muchas otras nacieron a raíz de algún comentario. Bienintencionado, con verdadera malicia o sin ningún tipo de intencionalidad. Alguien que dice algo, sobre mí o mi cuerpo, y, bum, un nuevo inquilino para la mochila. Pero bueno, aunque no soy capaz de evitar que este tipo de movidas me afecten y me calen hondo, lo que sí puedo hacer es tratar de llevarlo con humor. Sí, soy de esas que van de que todo se lo toman a coña. Nunca es real al 100 %, sin embargo, ayuda a sobrellevar lo que sea que te hace daño. Un poquito. Así que quiero compartir la anécdota con la que nació uno de mis complejos más íntimos. La del día en el que el
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