Siempre dije que para estar de fiesta todos valemos. Pues claro. Para ir a tomar unas cañas, para pedir unas raciones, para beberse unas copas o para reirse de la vida, sirve cualquiera con un mínimo de cociente intelectual y ganas de pasarlo bien. La diferencia reside en qué en algún punto necesitamos algo más. Alguien que nos sujete los hombros cuando nos vienen los golpes, que nos demuestre que sonreir es más fácil de lo que nos parece, que una mirada puede cambiar un día nublado, que una mano en la rodilla tiene encanto o que un abrazo nos puede dar un vuelco al corazón. Y el punto diferencia lo pones tú. En cada momento. Y lo peor, es que, por muy pasteloso que me quede, no lo ves. Y dan ganas de mandarlo todo a la mierda, y gritartelo. Aunque no me creas. Porque claro que también te quiero por como follamos. Y también me jode que no entiendas que lo que no nos separa, nos hace más fuertes.
El día en el que el ginecólogo me dijo...
Hay que ver la de cosas que pueden hacer que una levante un señor complejo nuevo así, de la nada. Un día tienes mil complejos, al siguiente, de pronto, tienes mil uno. Yo, personalmente, llevo a la espalda una mochila enorme llena de las inseguridades que he ido acumulando a lo largo de los años. Y, aunque hay algunas que están íntimamente ligadas a mi carácter, muchas otras nacieron a raíz de algún comentario. Bienintencionado, con verdadera malicia o sin ningún tipo de intencionalidad. Alguien que dice algo, sobre mí o mi cuerpo, y, bum, un nuevo inquilino para la mochila. Pero bueno, aunque no soy capaz de evitar que este tipo de movidas me afecten y me calen hondo, lo que sí puedo hacer es tratar de llevarlo con humor. Sí, soy de esas que van de que todo se lo toman a coña. Nunca es real al 100 %, sin embargo, ayuda a sobrellevar lo que sea que te hace daño. Un poquito. Así que quiero compartir la anécdota con la que nació uno de mis complejos más íntimos. La del día en el qu...
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