Las cosas se parten, y ya está. Puedes arreglarlas para que cuando vuelvan a partirse lo hagan más aún o dejarlas así. Hay un día, que te das cuenta de que cuando algo está roto es mejor dejarlo roto y buscar algo mejor o convertirlo en prescindible. Se parte algo, y sabes que eso ya dejará de estar en tu vida para que algo nuevo entre. O seguirá roto en alguna esquina de la habitación. De cualquier manera, las cosas rotas nunca vuelven a funcionar igual de bien. Y cuando una es imprescindible tienes un grave problema. Quieras o no, tienes que buscar una nueva. Aunque no sepas si funcionará ni siquiera la mitad de bien que la antigua y rota.
El día en el que el ginecólogo me dijo...
Hay que ver la de cosas que pueden hacer que una levante un señor complejo nuevo así, de la nada. Un día tienes mil complejos, al siguiente, de pronto, tienes mil uno. Yo, personalmente, llevo a la espalda una mochila enorme llena de las inseguridades que he ido acumulando a lo largo de los años. Y, aunque hay algunas que están íntimamente ligadas a mi carácter, muchas otras nacieron a raíz de algún comentario. Bienintencionado, con verdadera malicia o sin ningún tipo de intencionalidad. Alguien que dice algo, sobre mí o mi cuerpo, y, bum, un nuevo inquilino para la mochila. Pero bueno, aunque no soy capaz de evitar que este tipo de movidas me afecten y me calen hondo, lo que sí puedo hacer es tratar de llevarlo con humor. Sí, soy de esas que van de que todo se lo toman a coña. Nunca es real al 100 %, sin embargo, ayuda a sobrellevar lo que sea que te hace daño. Un poquito. Así que quiero compartir la anécdota con la que nació uno de mis complejos más íntimos. La del día en el que el
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